sábado, 14 de mayo de 2011

¿Qué Clase de Pueblo Somos?

Por Eddy Leyba
http://www.eddyenriqueleyba.blogspot.com/

Cuando un país sufre diariamente grandes problemas que son causados por malos gobiernos, sería lógico esperar que en algún momento de su vida la gente consciente de esa nación se rebele y exija soluciones.

Eso es precisamente lo que ha estado ocurriendo en varios países del Medio Oriente.

El pueblo dominicano ha enfrentado, desde hace mucho tiempo, problemas severos en muchos órdenes, que han sido una consecuencia directa de los actos y descuidos irresponsables de los gobiernos “democráticos” que hemos tenido desde la muerte del tirano Trujillo. Pero el pueblo no ha reaccionado, sino que ha aceptado vivir con esas dificultades extremas y paradójicamente da la impresión de que se siente satisfecho y contento al hacerlo.

Sólo el problema de la energía eléctrica, que ya ha cumplido 45 años y cuya solución no se vislumbra en los próximos años, ha debido ser motivo suficiente para que este pueblo se levantara y protestara enérgicamente hasta que el gobierno se viese en la obligación de agotar todas las vías para resolverlo.

Lamentablemente no ha sido así. El pueblo ha soportado apagones interminables con toda indiferencia y conformidad, así como una tarifa que convierte este servicio ineficaz en uno de los más caros del mundo, al tiempo que la clase media paga alegre y resignadamente los fraudes de miles de familias con menos recursos, pero que muchas veces poseen más electrodomésticos y un mayor consumo y que nunca pagan la energía eléctrica consumida.

Pero el desastre de la energía eléctrica no es el único conflicto que nos agobia. Nuestros gobernantes y sus funcionarios han incurrido en actos insólitos de corrupción y de ostentación de sus aberrantes riquezas; han dilapidado nuestros recursos; han dado apoyo a delincuentes y narcotraficantes; se han vinculado al lavado de dinero; han cometido fraudes electorales; se burlan de la población; mienten, son cínicos y prepotentes; y han violado una y otra vez la Constitución, las leyes y los principios patrióticos y democráticos que nos legó Juan Pablo Duarte, nuestro amado Padre de la Patria, mientras nosotros asistimos complacidos y morbosos a esos frecuentes espectáculos, sin que levantemos un dedo o nuestra voz para protestar, ni para exigir justicia y prisión contra esos malvados.

Todavía más. La justicia dominicana está podrida y es una vergüenza para todos, de modo que no existe en el país un sistema judicial que brinde al ciudadano honesto y decente la seguridad de que será protegido y hay muy pocos jueces y fiscales que no sucumban ante el poder del dinero o la influencia de políticos o militares; la policía nacional y una parte importante de las fuerzas armadas y de los organismos de seguridad están corrompidos y participan abiertamente en bandas de delincuentes que asesinan y roban; las instituciones públicas son una tragedia de tal envergadura, que los ciudadanos que por obligación tenemos que utilizar sus servicios nos vemos sujetos a toda clase de molestias, pérdida de tiempo, irregularidades, ineficiencia y extorsión.

¿Y qué hacemos nosotros los dominicanos? Sufrirlo todo, calladamente, … cobardemente.

Por otra parte, existen problemas serios para contar con un servicio confiable de agua potable; de buen ornato y recolección de basura; y de mantenimiento adecuado a las obras civiles concluidas a un costo que excede claramente los niveles aceptables, al tiempo que se emprenden nuevas obras que seguramente correrán la misma suerte.

Ante ese panorama, los dominicanos permanecemos impasibles, como si esas cosas no nos importaran o como si no fuera nuestro dinero el que se utiliza para esos fines.

El transporte público en el país es una verdadera calamidad desde hace muchos años. Los “padres de familia” o “empresarios” del transporte son los chantajistas que mantienen al gobierno y al país en una zozobra permanente, pues, como en la República Dominicana no existe ninguna autoridad gubernamental que proteja al ciudadano, estos señores hacen lo que quieren y cuando quieren, en perjuicio de todos nosotros, especialmente los más pobres.

No hay un sistema decente y eficaz de transporte público por la enorme corrupción de los distintos directivos que el gobierno ha designado en las instituciones que ha creado para tal fin y éstos han propiciado la destrucción y mal uso de los activos y de las flotillas de autobuses adquiridos con nuestro dinero para dar servicio a los usuarios. De nada ha valido la construcción de una o dos líneas de metro, porque son costosísimas, sirven a un porcentaje ínfimo de personas, requieren un alto subsidio del gobierno y no resuelven el problema del transporte, aunque todos sabemos que tales obras han dejado pingües beneficios a sus ejecutores y a los que acordaron construirlas a espaldas de todos nosotros.

El tránsito vehicular, por otro lado, es un verdadero caos. Nadie respeta las señales de tránsito, ni a los peatones o a los demás conductores y en ningún momento de nuestras vidas parecemos más salvajes que cuando manejamos y eso ocurre porque en este país no existe una autoridad que le interese aplicar debidamente las leyes, ni imponer disciplina y orden en la sociedad. Sólo hay que razonar que si los desaprensivos conductores que transitamos por las calles dominicanas tuviéramos que manejar en Suiza o en los Estados Unidos, acataríamos todas las disposiciones de tránsito, pues, de lo contrario, como en esos países sí hay autoridad, tendríamos que pagar un alto precio en términos de dinero y sanciones y, créalo, no estaríamos dispuestos a ello.

¿Qué hacemos los dominicanos ante los problemas del transporte público y el tránsito vehicular, cuyo ordenamiento es una responsabilidad exclusiva del Gobierno?

Absolutamente nada.

La educación en nuestro país es un verdadero desastre (y no abundaré en ello porque ya me he referido a este tema con anterioridad), mientras el sector de la salud, más que ser un apoyo indispensable para los seres humanos que habitan aquí, se constituye muchas veces en fuente de enfermedad y muerte para muchos dominicanos, sobre todo por la negligencia, ineficacia y corrupción en su manejo.

Ante la ruina de estos dos sectores, vitales para el progreso de una nación, los dominicanos aceptamos con satisfacción los mil y un pretextos y justificaciones que nos presentan nuestros funcionarios y gobernantes para evadir su responsabilidad directa en esa tragedia. Llegamos al extremo de que no nos importa cuán negativamente podría resultar afectada nuestra familia y, mucho menos, nos interesa luchar contra los que atentan contra el bienestar futuro de nuestros hijos y nietos, al limitar su posibilidad de acceso a una buena educación y a la protección que ofrece un sistema adecuado de salud pública.

De igual forma, a pesar de que la República Dominicana se independizó de Haití y de que durante generaciones enteras existió un resentimiento casi congénito contra todo lo que representaban los haitianos, poco a poco, gracias al gran negocio que es la inmigración haitiana para políticos y militares y a la negligencia y falta de patriotismo de quienes nos gobiernan, Haití y nuestro país parecen encontrarse en un proceso irreversible de fusión que pronto dará los resultados esperados por los que han traicionado la Patria.

Nuestra actitud ante esa situación no podía ser más lastimosa, pues la hemos aceptado con resignación y nos adaptamos gradualmente a ella para asimilar la cultura haitiana, con todo lo que ese hecho supone.

En adición a todo lo anterior, la delincuencia y el narcotráfico ya han echado raíces en la República Dominicana y sus tentáculos se extienden cada día más, sin que se vea la posibilidad de lograr controlar su avance. Nadie puede afirmar con seguridad que regresará indemne a su hogar y nuestros niños y jóvenes están expuestos abiertamente al peligro de las drogas y su comercialización. La situación no puede ser más sombría.

Sin embargo, nosotros estamos totalmente despreocupados y ni siquiera se nos ocurre reclamar con firmeza al gobierno que ponga freno a la misma, a pesar de que nuestra propia familia está expuesta o siendo destruida por esos flagelos.

Así mismo, los aumentos en los precios del petróleo y de las materias primas, que causan crisis en países pobres no productores de petróleo como el nuestro, eran totalmente previsibles desde hace varios años, pero mientras la situación económica y política internacional empeora gradualmente, el Gobierno lo que hace es mantenernos en vilo con la posibilidad de una elevación de los impuestos y aumentos frecuentes en el precio de los combustibles, del cual percibe una gran tajada en detrimento de los consumidores.

Ante esa situación, los dominicanos actuamos con tanta indiferencia e irresponsabilidad que duele. Lo risible es que todavía seamos tan ingenuos como para creer en las promesas y disposiciones gubernamentales para ejecutar programas de austeridad y ahorro de combustible, cuando siempre se ha hecho lo contrario.

Por último, pero no menos importante, está el caso del Congreso Nacional, un organismo que debería estar integrado por personas de alta calidad moral, probada capacidad y dedicación a los mejores intereses del país, pero que no es más que una madriguera de ladrones, facinerosos y gente inescrupulosa. En momentos en que tantos dominicanos sufren, esos desalmados “congresistas” se han servido siempre con la cuchara grande y han dado la espalda a su misión de servir como nuestros representantes, para convertirse en peleles del Poder Ejecutivo, enriquecerse y gozar de desmesurados privilegios, usando para ello el dinero que pagamos en impuestos, en tanto que nosotros ni conciencia tenemos del derecho que nos asiste para exigirles cumplir con su responsabilidad. La mayoría de los dominicanos ni siquiera sabe cuál es el congresista que está supuesto a representarlos.

Lo anterior evidencia que no existe una sola área manejada por el Gobierno que esté funcionando satisfactoriamente y que beneficie a la ciudadanía. Y ante esa espeluznante realidad los dominicanos permanecemos impasibles.

¡Caramba, cuánto me gustaría estar equivocado en las cosas que he comentado en este escrito!

Desafortunadamente, estoy seguro que tengo la razón. De hecho, y de manera inexplicable, los dominicanos preferimos afirmar asiduamente que queremos largarnos de la República Dominicana (el 57% de nosotros así lo expresó en una reciente encuesta), antes que apelar a nuestro orgullo y hombría para reclamar nuestro derecho a tener un buen gobierno y a vivir en un mejor país. Los dominicanos no somos lo suficientemente solidarios como para unirnos en un solo propósito, como están haciendo los pueblos del medio oriente, y acabar con los desmanes de esta mafia política que nos asfixia.

Por eso debo repetir que nos merecemos sobradamente haber tenido gobernantes como Joaquín Balaguer, Hipólito Mejía y Leonel Fernández, quienes nos han tratado como idiotas e imbéciles (y nosotros felices y contentos de eso) haciéndonos creer que progresamos, cuando es todo lo contrario. Y confirmamos frecuentemente nuestra estupidez cuando nos ponemos a discutir cuál gobierno ha sido más o menos corrupto que otro, cuando decidimos votar por “el menos malo” y cuando argumentamos que “aunque este gobierno robe, por lo menos se ve que una parte de nuestro dinero se usa en construcciones”.

Así es. Mientras carecemos de todo lo básico que un pueblo debería recibir de un gobierno, a nuestros presidentes les ha bastado construir presas, carreteras, túneles, elevados, avenidas, metros, faros y otras obras civiles para embobarnos, en vez de cumplir con lo que consagra la Constitución y trabajar para lograr el verdadero progreso y bienestar de los pobres y la clase media. Son construcciones, es verdad, pero parecemos ciegos al no reconocer que coexisten con demasiada miseria material y humana y demasiados problemas económicos y sociales, así como falta de institucionalidad y transparencia. Es vergonzoso que nosotros así lo aprobemos, celebremos y aplaudamos.

¿Cuándo reaccionaremos? Probablemente cuando ya estemos viviendo en plena dictadura y el gobernante de turno, sus funcionarios y sus amigos se interesen por los cuerpos de nuestras esposas e hijas y asesinen a nuestros parientes y amigos, como ocurría cuando Trujillo.

¿Deberíamos hablar sobre eso en una próxima entrega o abandonar esta ingrata labor de escribir para defender al que no quiere ser defendido y sumarnos a los que desean largarse del país?

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