Por Claudio A. Caamaño Vélez
Se acaban de cumplir cincuenta años del “fin” de una de las dictaduras más crueles de todo el continente americano. Un régimen que personificó a su máxima expresión la crueldad, el terror y el asesinato. Un sistema en el cual todas las libertades civiles y políticas estaban relegadas a los deseos y caprichos de un solo hombre: Rafael Leónidas Trujillo Molina. Hoy a cincuenta años de la muerte del Jefe, podemos celebrar la caída de una era tan sombría y oscura.
Debemos de dar siempre gracias a los hombres y mujeres que con su resistencia marcaron el fin de ese régimen. En especial agradecer a aquellos héroes y heroínas anónimos cuyos restos reposan en tumbas de borrados nombres, aquellos que con su sacrificio no se “casaron con la gloria” mas su entrega fue tan importante como la del que mas. Agradezcamos a esos miles de hombres y mujeres que a lo largo de tres décadas de dictadura supieron mantener vivos el honor y la dignidad de nuestro pueblo, alimentando con su sangre el árbol de la libertad. Aquel árbol que a veces dura mucho para florecer, pero cuyos frutos son siempre dulces.
También es prudente recordar el arrojo de aquellos que un 30 de mayo de 1961 llenaron su corazón de amor y valentía y salieron decididos a ponerle un tope a tantos años de opresión. Esos hombres que supieron poner sus ideales de justicia y libertad por encima de su propia vida. Esos que lo dieron todo para que hoy nosotros tengamos algo. Esos que le mostraron al mundo que “el que a hierro mata, a hierro muere”. Hoy como ayer, así como mañana y siempre, recordemos llenos de orgullo aquel día y aquellos hombres.
Existen los que osan en poner en duda si valió o no la pena aquel bello sacrificio. Llenando sus bocas de argumentos para defender el hecho de que igual estamos mal, que de nada valió que mataran a Trujillo. Que en aquel entonces se vivía mejor que ahora, con menos delincuencia y menos corrupción. Que las leyes se respetaban mucho más y que había más tranquilidad en la población.
A ellos les diré algo. Tienen toda la razón al decir que ahora vivimos peor. Eso nadie sensato se atrevería a rebatirlo ni ponerlo en duda. Pues vemos como la delincuencia le cobra mucho más vidas al país que las que Trujillo les cobraba con sus asesinatos, y claro, por lo menos en aquel entonces había cierto criterio para matar, ahora es al puro azar, nadie está seguro, estamos jugando en una inmensa Ruleta Rusa. Vemos como hoy en día el robo de la clase gobernante supera con creces a los robos de Trujillo, como la corrupción administrativa está cada vez más generalizada desarrollándose impunemente ante la atónita e indiferente mirada de todos nosotros. Antes el único ladrón era Trujillo, ahora todos en el gobierno son un bando de vulgares ladrones, desde el más grande hasta la ratita más pequeña. Vemos como hoy en día los servicios básicos están completamente disfuncionales. La salud, la educación y la seguridad públicas son una utopía sin esperanzas de que algún día funcionen debidamente… Que estamos peor. Eso no lo ponemos en duda.
Pero algo que es a todo ojo inadmisible es el hecho de que no valió la pena el ajusticiamiento de aquel cruel tirano. Eso sí que no lo acepto de ninguna manera. Pues si bien la cosa esta mal, mucho peor, la culpa no es de los hombres y mujeres que enfrentaron con valor y entrega la dictadura. La culpa de lo que está ocurriendo es de nosotros, los que estamos aquí y no estamos haciendo nada.
Aquellos hombres y mujeres, dieron todo por cumplir sus ideales de justicia, nosotros a lo único que nos hemos dedicado es a juzgar y desmeritar con estúpidos argumentos el hermoso sacrificio que ellos valientemente brindaron. Nos hemos portado como una gran masa de cobardes, buscando cada excusa para no hacer lo que debemos hacer. Nos hemos relegado a nosotros mismos al palco de los espectadores, cuando deberíamos estar en el terreno de juego, jugando cada cual su base para ganar el partido, y no esperando perder el juego para romper a decir lo que “estuvo mal”.
¡Claro que valió la pena! Lo que no vale para nada la pena es la vergonzosa actuación que estamos teniendo nosotros. Eso sí que de verdad no vale la pena. ¿Qué les diremos a nuestros hijos y nuestros nietos cuando tengan la conciencia lo suficientemente desarrollada y nos pregunten por qué no hicimos nada para que ellos vivieran en un mejor país?
Así como hoy pretendemos juzgar a esos hombres y mujeres, así mismo nos juzgarán a nosotros las futuras generaciones. La única diferencia es que nosotros juzgamos en base a los que otros hicieron con valentía, a nosotros nos juzgarán por lo que dejamos de hacer por cobardía.
Así mismo como los héroes del 30 de Mayo hicieron su papel y le cortaron la cabeza a la bestia que estaba condenando al sufrimiento a todo el pueblo dominicano, es hora de que nosotros afilemos nuestros cuchillos, pues hay muchas cabezas que cortar.
Desde el palco lo único que hacemos es desear lo que nos gustaría que pasara. Bajemos al terreno de juego y hagamos realidad eso que queremos que ocurra. Lo que tiene que ocurrir.
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